viernes, 28 de mayo de 2010

A Dámaso Alonso


Brisa que apenas si toca. Duda perenne que se arrastra, que renquea en el día a día. Los pasos vagos en el pasillo del olvido. Días como tejas en un techo derruido, la casa cosida por la luz, entelada de polvo, pintada de abandono. El silencio apenas como todo vestigio. En el fuego, el hogar extinto hecho cadáver en el carbón, las huellas esculpidas e inhabitadas. Apenas sí somos o hemos sido. El exterior se muestra opaco. Es turbia  la enramada, la maraña de vida ajena que no palpita al unísono. Nada queda de las mañanas frías y límpidas de abril. Los campos sin deshielo vienen a escribir ahora en amarillo. No son sólo los abejarucos los que portan que vamos perdiendo. Dura tanto la pena, la insatisfacción, que ya no parece nuestra. Es la pura herrumbre la que nos sostiene. Nos guían los sin-cabezas y los cuatro-manos en este día a día retroalimentado y monotemático. Manan los versos viscosos y macilentos, moribundos, morimundos, demi-mudos, desnudos, descarnados. El campo; descampado.  La ciudad maldita que la soledad construye. El hombre vuelto barro y ceniza. El amor que nada preconiza, impotente en la frontera sin visado.  La luna que fagocita lo que bajo el sol se abrasa en su turno milenario y femenino. El hombre asombra al hombre.  Danzan crueles los corderos el baile frenético de los asesinos. La ciudad estabulada impide la huida. Ya somos cuarenta y seis millones de cadáveres arrinconados en el fondo de la caverna donde el amor no habita. Entonces, allí, sólo un rumor y un eco: “yo”, “YO”, “Yo”, yo…