martes, 13 de octubre de 2009

Quizás sea el día.

              Quizás sea el día. Llueve. Digo llueve y ya me lleva. Huele a lluvia hasta donde mi razón se cobija. Es mi corazón el que sabe que el olor es el de la tierra húmeda. Huele a muchas tardes de mi infancia en que la marisma me guiaba por sus orillas hacia la mar. No hay manera de aislarse de ese aroma y de las ganas de estar ahí afuera en otro tiempo. Son los ciclos de la vida los que hacen que me conmueva, no puedo evitar sentir como un logro presenciar fuera de mi lo que vivo. Soy testigo. He de decir que he preparado una trinchera para protegerme laboriosa y tenazmente no obstante, que decidí sustituir los sacos de arena por pilas de libros que huelen a hoja muerta. Era niño y dibujaba incansablemente noches enteras un sinfín de personajes que luego colaba entre las hojas de los libros que había leído. Hacía guardia expectante, pretendiendo ver como interactuaban mis personajes cambiando así el destino de lo que para mi, entonces, quizás me pese que aún no hoy, era lo auténtico, lo verdadero, lo que había vivido al leerlo. Tan convencido estaba de que era real lo que se mostraba como tal. Finalmente acabé creando mis propias historias y creyendo que nada lo es. Hay cosas que no cambian, sin embargo y sin rubor. Aún llueve, y así destiendo mis preocupaciones. Pienso a saltos, o eso creo, como si no importara llegar a ningún acuerdo, me vienen ahora a la mente Dios, no se por qué y la esponja de Menger, que es un magnífico entretenimiento que nos ha regalado la matemática fractal y que, ahora que lo pienso, bien podría caber en la definición de Dios para según quién, no importa; yo no soy tú, tú no eres yo, ¿qué más puedo decir si ya he dicho que dibujaba para interactuar con un libro?¿si el sólo olor a lluvia me lleva en el tiempo y hace que diga esto que estoy diciendo? Haz la mezcla tu mismo. Por aquí llueve, sigue lloviendo, ha quedado limpio el aire, reluce el viento y comienzan a oírse los regueros. Hace una magnífica tarde para amar y dejarse amar por los libros; Mandelbrot, Tanizaki, Cartier-Bresson, Fromm… ¿por qué esperas que siga escribiendo?.

Vanitas






            ¿Cuántos de nosotros nos marcharemos este verano para no volver nunca más? ¿Cuántos dejaremos huérfanos a nuestros padres, a nuestros hijos, a nuestros amigos, cuántos de nosotros dejaremos de ser quiénes somos, la sombra que ocupamos en el recorrido diario al trabajo, en la casa de los amigos, en la mesa de tus padres, dejar de ser en el cuerpo de una amada, cuántos de nosotros dejaremos de ir al encuentro, cuántos no acudiremos a una llamada, cuántos seremos incapaces de estar al otro lado del teléfono, de acariciar al descuido un cuello viendo la tele después de cenar, de dar el abrazo a un amigo, de mirar a los ojos a un hermano que te mira con tus mismos ojos? ¿Cuántos de nosotros engrosaremos una fría lista de papel, seremos mortaja o esquela, tallados números en una fría lápida de panteón, apenas un  recuerdo borroso en algún amor o una simple foto simple en un simple salón? ¿Cuántos dejaremos vacía una habitación, el lado de una cama, un desierto sillón, cuántos nunca más dejaremos tirada ropa a los pies de la cama, ni olvidado en la mesilla el reloj, el reloj, el reloj? ¿Quién sabrá tener valor para remover la lista de contactos de tu teléfono, quién, recoger tanta fuerza para formatear tu ordenador, borrar con un simple tecleo todo la información que, vivo, acumulaste? ¿Quién vaciará tu mesa, quién abrirá tus cajones y leerá tus textos escondidos, verá tus garabatos, borrará los dibujos pintados en los azulejos de la cocina, quién descolgará tus cuadros? ¿Quién recabará todos los proyectos abiertos sobre la mesa, quién revelará todos tus carretes, quién proyectará todas esas diapositivas, quién cobrará los últimos encargos, quién acabará tu trabajo si realizar? ¿Quién revelará los secretos que atesorabas? ¿Quién regalará tu ropa y repartirá tus recuerdos entre los que te quisieron? ¿Quién podrá evitar que hablen de ti, que hablen obligados a hablar, huellas de arena en una playa en plena pleamar? ¿Quién podrá decir, sin embargo, estoy aquí, he regresado, quién pondrá en claro todo lo que he preguntado, quién sabrá dejarse ir, llevar, quién sabrá volver indemne, pese a todo, quién sabrá simular, engañar a la parca sempiterna, regresar como si nunca se hubiera marchado? ¿Quién de vosotros me va a poder contestar?

¿Que qué me gusta?

Me gusta pasear por las calles repletas de conocidos mientras la luz salta por entre los coches y las paredes salpica, descubriendo así a la sombra que, tímida, se retira asombrada, recortada y ensombrecida. Me gusta el sonar de las palabras en mi cabeza y hacer planes de futuro. Me gusta apagar el televisor salpicado de sangre y pensar que las nubes sólo huelen a humo de avión. Me gusta pasear desde el sofá con mi nuevo proyector de diapositivas, ir en bicicleta por la ciudad a medianoche como en un sempiterno domingo, leer como si se tratara del último libro. Me gusta decir que me gusta ser y que me gusta estar. Me gusta callar todo lo que no digo. Me gusta marear la perdiz y no evitar lo que no evito. Me gusta hablar de lo que he leído, revisar a oscuras fotografías, emborronar papeles de regalo o garabatear mecánicamente cualquier cacho de papel. Me gusta beber cerveza y hacerme el duro de oído. Me gusta dibujar en los azulejos de la cocina mientras desayuno. Me gusta saber que me piensas -piojino- hasta en los papelillos, que me buscas saltimbanqui por la casa, y que hablas a Limoncello, mi querido canario-bandera, como si fuera nuestro. Me gusta subirte la falda y acariciarte el cuello, verte corregir exámenes con tu calculadora de Nesquick. Me gusta pensar que las fronteras sólo existen en los mapas. Me gusta ver películas entre nubes de humo gris y pedir comida china rodeado de amigos. Me gusta decir, sí, quédate a dormir. Me gusta pensar que no existen los pueblos elegidos. Me gusta decir que la constancia es más fuerte que el destino. Me gusta leer el I-Ching y sus designios. Me gusta que Lola aprenda a nadar porque es el primer capítulo de la autodefensa. Me gusta pensar en mis amigos y beber vino. Me gusta la vida aunque me duela estar vivo en este mundo podrido. Me gusta que me leas, lector, lectora, que estés aquí conmigo. Puedo seguir, pero aún no sé si te he respondido.

Desde la Parroquia


         Andaba yo el otro día en el Bar El Cali, al que acudo gratamente cada vez que me venzo o el cuerpo me pide intercambiar opiniones, discutir posiciones y compartir tertulia, aunque debo reconocer que también acudo por culpa del canto de sirena irresistible que es esa magnífica bomba de vitaminas que prepara Montaña llamada Gazpachis. Tiene una mano en la cocina que bien pudiera ser una esclara de color en otro terreno. Me pierdo. El caso, decía, es que andaba en el burladero de la charla aún, no sé si estaban Manolo, Domingo u Óscar, pero por supuesto estaba Josefo, también Aníbal, no sé si Pachi, creo que sí Esteban, en la mesa número uno y esto es una clave, se sentaba la belleza multiplicada y  aún tierna de cualquier inconsciente, no necesito recordar que mirábamos a esa mesa de reojo, pero me estoy distrayendo, quería hablar del encuentro al final de la barra con una queja de Josefo, si tú José, lo siento,  decías que la gente es sorprendentemente maleducada y que eso se aprecia hasta en los más pequeños gestos, que puede verse cuando alguien te pide un pincho con mala  urgencia para dejarlo luego entero, sin más, ahí, como si no hubiera sido trabajado, servido, como si fuera su derecho. Repliqué, te acordarás, que estaba de acuerdo, que la educación es un lugar común y que requiere un esfuerzo que no distingue edad, sexo, clase social o dinero, a todos nos cuesta lo mismo serlo, diciendo mucho de quien lo es o se preocupa de serlo porque, por lo menos así lo entiendo, ese talante significa acercamiento al otro, a lo común, significa estar dispuesto a ceder una parte y a tener salvado el resto sin necesidad de poner más, ni de manifiesto, es un pacto social que a día de hoy a muerto.  Aníbal decía mientras tanto no sé qué de cortarle a alguien el cuello, mientras Esteban me decía que por culpa de mis textos le daban ganas de reproducirse, surfeando la primera carcajada de esos encuentros esporádicos y a ratos brillantes que suceden en ese recodo de la barra. Creo que fue un macarra el que vino empujando, pidiendo también con demasiada urgencia un pincho y camuflado de marcas demasiado caras y de piercings y tatuajes, que sólo hablan de que lleva una vida en las que no necesita “nada” y por demérito. Hube de marcharme corriendo, allí dejé a la guardia pretoriana departiendo nuevos temas y, al ir a coger la moto, tras girarme para mirar unos aspavientos, hube de contener una patada, no son maneras,  al moderno que andaba agachado en su gesto más progre dándole de comer el pincho a un perro.