martes, 6 de octubre de 2009

Relato


  Recuerdo que era más frágil y más áspero, que no daba tanta importancia a las cosas, que decirle algo era enfrentarse a la indiferencia y a su voluntad, siempre opuesta, siempre agresiva y radical. Recuerdo cómo miraba al suelo apretando los dientes, que pisaba a grandes zancadas, como para avisar de su llegada, para que nadie se le interpusiera, para no cruzarse con nadie, para no tener que hablar, demostrar lo disconforme que se sentía con el mundo o con la vida, o consigo mismo, o con nosotros, testigos mudos, víctimas de su arbitrio.
            Decían de él que era el único hombre del mundo sin amigos, sin familia, sin padre ni madre, que lo más próximo a su circunstancia era su sombra y ni ésta le acompañaba todo el día, tampoco soportaba su negrura, sus silencios.
            Acabó muriendo, nadie sabe el día o si murió solo, sobre esto último parecía no haber dudas, pero sobre el día de su muerte hubo muchas especulaciones, cuando alguien lo encontró por casualidad tardó en reconocerlo dado el grado de descomposición en que se hallaba. Nadie notó su ausencia ni lo echó de menos, nadie lo lloró. El señor boticario fue el único voluntario que examinó el cadáver, la gente hablaba de maldiciones y no quería acercarse; sólo un hombre de ciencia y además forastero podía hacerlo. Redactó un informe que no entregó a nadie, pues no había a quien hacerlo. Años más tarde cayó en mis manos y así es como supe que no sólo no se sabía quién era ni de dónde venía, sino que carecía de lengua y campanilla,”debe ser una malformación congénita y en esa línea hay que investigar para determinar su origen y ascendencia”, apuntaba el ya también fallecido boticario, decía algo más este informe, y es que el fallecido en sus estertores de muerte había escrito una palabra en el barro: MÈRE.

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