martes, 13 de octubre de 2009

Desde la Parroquia


         Andaba yo el otro día en el Bar El Cali, al que acudo gratamente cada vez que me venzo o el cuerpo me pide intercambiar opiniones, discutir posiciones y compartir tertulia, aunque debo reconocer que también acudo por culpa del canto de sirena irresistible que es esa magnífica bomba de vitaminas que prepara Montaña llamada Gazpachis. Tiene una mano en la cocina que bien pudiera ser una esclara de color en otro terreno. Me pierdo. El caso, decía, es que andaba en el burladero de la charla aún, no sé si estaban Manolo, Domingo u Óscar, pero por supuesto estaba Josefo, también Aníbal, no sé si Pachi, creo que sí Esteban, en la mesa número uno y esto es una clave, se sentaba la belleza multiplicada y  aún tierna de cualquier inconsciente, no necesito recordar que mirábamos a esa mesa de reojo, pero me estoy distrayendo, quería hablar del encuentro al final de la barra con una queja de Josefo, si tú José, lo siento,  decías que la gente es sorprendentemente maleducada y que eso se aprecia hasta en los más pequeños gestos, que puede verse cuando alguien te pide un pincho con mala  urgencia para dejarlo luego entero, sin más, ahí, como si no hubiera sido trabajado, servido, como si fuera su derecho. Repliqué, te acordarás, que estaba de acuerdo, que la educación es un lugar común y que requiere un esfuerzo que no distingue edad, sexo, clase social o dinero, a todos nos cuesta lo mismo serlo, diciendo mucho de quien lo es o se preocupa de serlo porque, por lo menos así lo entiendo, ese talante significa acercamiento al otro, a lo común, significa estar dispuesto a ceder una parte y a tener salvado el resto sin necesidad de poner más, ni de manifiesto, es un pacto social que a día de hoy a muerto.  Aníbal decía mientras tanto no sé qué de cortarle a alguien el cuello, mientras Esteban me decía que por culpa de mis textos le daban ganas de reproducirse, surfeando la primera carcajada de esos encuentros esporádicos y a ratos brillantes que suceden en ese recodo de la barra. Creo que fue un macarra el que vino empujando, pidiendo también con demasiada urgencia un pincho y camuflado de marcas demasiado caras y de piercings y tatuajes, que sólo hablan de que lleva una vida en las que no necesita “nada” y por demérito. Hube de marcharme corriendo, allí dejé a la guardia pretoriana departiendo nuevos temas y, al ir a coger la moto, tras girarme para mirar unos aspavientos, hube de contener una patada, no son maneras,  al moderno que andaba agachado en su gesto más progre dándole de comer el pincho a un perro.

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