martes, 6 de octubre de 2009

A Ana María





Recababa para sí la magia de escribir con los dedos sobre distintos pantalones todo aquello que vivía desde la frontera física de su reflexión y que, no entendiéndolo quizás, ansiaba poder releer en un futuro en el que, no ya por la tecnología que se pudiera desarrollar, sino por su capacidad adquirida para solventar dudas o temores, la enfrentaran al medio en justo combate de igual a igual, haciéndola vencedora.
Quería leerse en un papel, escondida entre sus blancos y negros, aventuro hoy y después de anoche en la que hablamos del mundo, de libros y de nosotros en un Cali regateado de parroquianos pero pleno de calor humano, y en que, para evitarse escribir de nuevo con la invisible tinta de sus dedos, de sus fueros, con el renglón determinante de su cicatriz como camino tortuoso y clarificador así recorrido, así concluido. No hay secreto en esto que escribo. No entierro dobles sentidos en los caracteres ni en los giros.
 La ví una noche sorpresiva y sorprendentemente convertida en un personaje de cómic de lo cotidiano, casi de cotidiario, aunque no pudiera detenerse su manera de reír o de mostrarse pícaramente irónica. En el contraluz de la madrugada generosa, cálida y etílicamente laxa, sin tensión ni tensionados, con el mismo juego de papel y tinta, con los vacíos que rellenara Malevich, en los contrapuntos de luz y sombra, en los tardíos viandantes vocingleros, y del otro lado, como contraparte, los ausentes y el silencio, fueron rellenando los huecos, los cajetines maquetados de planos, la historia hecha viñeta de un momento que por austero, sólo contiene el tiempo y el juego. No sé si se hará, si merece la pena hacerlo o si ya está hecho al modo de un poema que bien pudiera haberse escrito con los dedos en una playa de Varadero y que acabará llevándose la ola en una onda sin más movimiento. No importa, así lo siento.
            Ya acabo. Este texto es sólo para mirar a los ojos a quien me lee mientras escribo de lo que hablo. Es para ti, Ana María, que te miras en el redondo espejo plateado, aunque ya no escribas limpiamente tus días en el aire, ni queden ya huellas de tus dedos caracoleando.


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